Las saetillas del reloj
señalan la medianoche. Envidia me das, querido: duermes tan feliz como un niño de pecho.
Tu acompasada respiración es el único sonido que acalla la voz del silencio. Me
pregunto adónde se encamina tu alma. Espero que cuando menos al “Olimpo de los
Dioses” (suponiendo que exista el “Olimpo” en cuestión, claro está). Desvelada
–para no variar– me asomo a la ventana. El aroma del azahar impresiona mi
olfato. “Otra primavera que anotar en el Libro de la Vida”, pienso. El
romanticismo flota en el aire. Lástima que estés dormido, amor mío. De estar
despierto, te propondría nos concediéramos el regalo de amarnos en este preciso
instante. ¡Oh, el Amor…! Una constante invariable en el sino que compartimos,
un continuo espacio–tiempo en el que indefectiblemente nos movemos; un vórtice
espacial, en cuyas circunvoluciones nos hemos quedado atrapados de por vida.
¡Ay de ti…! ¡Ay de mí…! ¿Nos habrán dado a beber un poderoso brebaje…? Si no,
¿por qué este imperioso deseo de amarnos? Sea cual sea la respuesta, cariño, me
complacería embriagarnos de amor, aquí y ahora. Porque mañana… No sé a ti, pero
a mí, el adverbio me suena a demora, al aplazamiento de un asunto que requiere
ser ultimado con premura. “Mañana…, mañana…, mañana…”, repito para mis
adentros. “¿De qué color se nos tintará el mañana? ¿De añil tal vez o quizá de
negro?”, me digo. Me sorprendo pensando en la infinidad de secretos que la
Naturaleza guarda con celo, y mis pensamientos toman derroteros insospechados.
De pronto un rumor, proveniente del parque, me saca del ensimismamiento.
Durante segundos mis oídos registran los susurros nocturnos. “Es el rocío,
querida, copulando con la yerba. ¡Eres una miedica, ¿lo sabías?!”, exclama mi
alter ego. “Y tú, un majadero”, respondo. Pero he de reconocer que está en lo
cierto: me intimida la oscuridad. Cierro la ventana a cal y canto. Me dirijo al
estudio y me siento al escritorio, dispuesta a dar rienda suelta a las ideas
que me rondan la mente.
© María José Rubiera Álvarez
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