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Silenciar a un ruiseñor

 En el proceloso mundo
de la cautividad,
donde cada décima de segundo
cobra carácter de eternidad
y todo se reviste de constante
[negror,
qué otra luz podría iluminar
al cautivo ruiseñor
si no la dimanante
del ser interior.
Si silenciado su trino
–que cual flautín travesero
regocija el oído–,
¿con qué otro ente podría empatizar
si no con el silencio...?
El áfono silencio, empero,
traduciéndose oscuro,
fúnebre... cual plumaje de cuervo,
se le antoja el sepulcro
en que se inhuman sus sueños,
los sueños: su único refugio.
Contrito el corazón,
presa del desespero
el canoro ruiseñor
no alberga otro pensamiento
que el de partir... definitivamente,
partir... sin alharaca ni aspaviento,
abandonar para siempre
el ignominioso cautiverio,
renacer sagrado ibis,
desafiar el ímpetu del viento,
alcanzar el arco-iris,
dilucidar el misterio:
la síntesis y antítesis
del multicolor espectro.


© María José Rubiera Álvarez





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