¡Oh, majestuoso Astro,
dueño y señor del fulgor!,
que nunca te cause espanto
el verbo ensordecedor
de mi fragoso oleaje,
y extinto el ocaso,
amodorrada la tarde
en la cima del Parnaso,
celebrado tu himeneo
con la dama de alabastro,
cual extenuado guerrero
reposes tus áureos rayos
en mi salífero tálamo.
Si en brazos de Morfeo
rehusaras caer rendido,
que los bardos de Nereo
te amenicen la velada
con poemas de Virgilio,
y al clarear el alba,
¡oh, venerable Helios!,
vuelvas a ornar mis aguas
con irisados reflejos.
¡Loores y bienandanza
al mayestático Febo!
Que siempre, eternamente,
hasta el fin de los tiempos,
en mis aguas se refleje.
Amén.
© María José Rubiera Álvarez
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