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La voz del Silencio

Hay instantes únicos, trascendentales,
que a nadie, salvo a la voz del Silencio,
le sería dado explicar con palabras.
Instantes en que la Felicidad
–la felicidad suprema, extática–
finge estar al alcance de los mortales:
instantes que impresionan al alma.
Instantes en que abiertas de par en par
las compuertas celestiales,
creemos vislumbrar la Eternidad.

La tarde languidecía y exánime,
postrada en la escarpada colina,
abandonada a su sino... a sí misma,
se iba esfumando en el paisaje.



Por la enriscada ladera de la montaña
alífero ascendía el aire,
y alcanzada la cósmica maraña,
inmerso ya en la augusta celsitud,
con vellones revestía el garzo tragaluz.




El Flamígero, siempre soberbio,
omnipresente en todo momento
–incluso emboscado entre estratocúmulos
enlutados: negros... como el ébano–,
enardecía su tiara de fuego.



Pero, excepto la voz del Silencio
y el vocinglero guiño de la Luna,
¿quién sería capaz de hacerse eco
–sin articular palabra alguna–
del agónico discurrir del crepúsculo
y su postrer estertor en el lar del lucero...?



¿Quién, además de la altiva rosa,
mostraría consternación dolosa
por el óbito de la claridad
y el advenimiento de la sombra...?



© del poema e imágenes: María José Rubiera Álvarez






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