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Continuum

Por aquel entonces, éramos
céfiro y magnolia en primavera...
A decir verdad, a veces creo que éramos
un facsímil de Tristán e Isolda,
o bien una insustancial copia de
los amantes de Verona
–ediciones corregidas,
adaptadas a la época actual–.
En todo caso, guardábamos cierta similitud
con los personajes mencionados:
de la copa dionisíaca
bebíamos el mágico licor
y apurada la última gota
ebrios de pasión nos poseíamos
–irreductible es la fuerza del amor–.
El amor: una constante invariable
en nuestro transitorio devenir,
el imperecedero espacio-tiempo
que a ciegas acostumbramos recorrer;
un laberíntico vórtice espacial,
en que sin escapatoria posible
giramos..., giramos..., giramos...
¡Ay de ti ! ¡Ay de mí!
Entonces solía dormir de bruces,
tus besos arrebolaban mi espalda
y cada beso era –a todas luces–
una declaración de intenciones...

© María José Rubiera Álvarez


Ígnea

Argentados –como nunca–
la Luna y el Lucero del alba
acuerdan contraer nupcias
al filo de la alborada.
El amor flota en la brisa,
la brisa huele a azahar,
el azahar aviva el deseo
y mi deseo es... besar,
besar tu boca en sazón,
en sazón... como la poma
pequeña, redonda, roma
–bíblica tentación–.
Tentación azarosa
eres para la razón,
la razón: silenciada
por la ígnea pasión,
pasión que en tus labios
se convierte en flama,
flama caldeando el lecho,
el lecho en que la libido
se irá haciendo verbo
y ahíta de sí misma,
consumado su anhelo,
decidirá prosternarse
ante el altar del amor:
del amor célibe, casto.
Y castidad mariana
mis abochornados besos
serán píos peregrinos
transitando tus senderos.

© María José Rubiera Álvarez